No se puede vivir sin conflicto. No se puede vivir sin vulnerabilidad. De hecho no se crece sin conflicto y sin vulnerabilidad.

El conflicto es parte de la vida. En esa tensión de crecimiento, diversidad de opiniones y emociones es donde aprendemos a ponernos de acuerdo y nos conocemos mejor a nosotros mismos.

Además somos adictos al drama. Llenarnos de drama es una tendencia humana. Buscamos intensidad, adrenalina y descarga. Queremos villanos en nuestros videojuegos y malvados en nuestras series favoritas.

“Cualquier cosa es preferible al aburrimiento,
al menos en una pelea tenemos la certeza de estar vivos” – Virginia Satir

La cuestión es que el conflicto continuado y repetitivo puede ser agotador. Y cuando pasamos a la vida real, a la convivencia real en nuestro día a día, ya no somos tan adictos y lamentamos las consecuencias trágicas.

Como adultos podemos contrarrestar el efecto del ejemplo de lo que vemos en las pantallas, donde curiosamente los protagonistas nunca ven la televisión, ni suelen buscar paz o encuentro.

Cuando observamos violencia, cuando la transmitimos o la recibimos entramos en un estado cerebral de menos recursos. Esta entrada desde el cerebro pleno hacia la amígdala es un deslizamiento hacia patrones de ataque o huida, o de complacer para evitar el conflicto.

Cuando estamos inundados por la emoción es cuando menos acceso tenemos al cortex prefrontal. No podemos evitar ese deslizamiento que además coincide con el pico del conflicto. Lo que si podemos es disminuir la pendiente y aumentar la capacidad de recuperación.

 

Un conflicto tiene un tiempo de gestación, un pico de máxima tensión y un desenlace. Igual que un partido de fútbol muy intenso. De hecho los clubes “calientan” los partidos y saben que si los llevan al punto de ebullición hay episodios de violencia más numerosos a la salida y a la entrada.

La convivencia en familia también sufre de “calentones” que podemos enfriar. El peor momento para atender un conflicto es en el pico. En ese momento con enfriar los ánimos y autogestionar nuestra ira o frustración ya es suficiente. Los padres ponemos “paz” cuando más enfadados estamos y por lo tanto en mayor vulnerabilidad. Tenemos un concepto de “poner paz” a veces muy simple. Me viene la canción infantil a la cabeza “paz, paz, paz para nunca pelear” o el famoso “daos un beso para hacer las paces”.

Para garantizar una estabilidad y realmente resolver, la primera conversación que podemos hacer es intervenir antes del pico, hablando de que nos pasa cuando estamos enfadados y que es lo que realmente queríamos conseguir que nos enfada tanto. Hay una fase larvada de retranca y silencio habitualmente.

La segunda conversación, es que podemos hacer cuando ya ha estallado el conflicto. Hablar de que nos tranquiliza cuando ya nos hemos desbordado y comprobar como a cada miembro de la familia nos sosiega una cosa. Hay a quien le funciona un paseo, a otros un abrazo, a otras personas la soledad, etc. Escribir una forma de cuidado para cuando nos enfadamos, entre todos y escuchándonos , suele ser una muy buena solución.

Con toda humildad de mi experiencia profesional, no hay soluciones que funcionen siempre para todas las familias, ni en todo momento dentro de cada familia. Lo que si funciona es hablar de lo que nos pasa fuera del pico del conflicto.

Y os invito a sentir esta frase de Virginia Satir, una de mis referentes en estudiar lo que funciona y hace familias más felices y con mejor convivencia. Invertir en aprender a entendernos.

 

“La comunicación es a una relación, como el aire es a la vida” – Virginia Satir

 

Rocío Gómez Sanabria es Directora de la Escuela Internacional de Coaching de Familia (www.CoachdeFamilia.com) y formadora certificada por el cnvc.org en 2018. Miembro activo de la Comunidad CNV desde 2009. 

Fue la primera Coach de Familia especializada en convivencia. Es autora del libro Empatía para niños y papá y mamá. También es Coach certificadora y socia fundadora de OCC-Internacional.